Yo no sé en qué maldito momento, entre el auge de las redes sociales y la decadencia de la dignidad, los ciudadanos de a pie comenzamos a ...
Yo no sé en qué maldito momento, entre el auge de las redes sociales y la decadencia de la dignidad, los ciudadanos de a pie comenzamos a permitir que los políticos ya no fueran servidores públicos, sino influencers con cargo al erario. Mientras un cantante o un actor venden su imagen porque, al fin y al cabo, ese es su negocio, un gobernante debería —en teoría— ser juzgado por su capacidad para administrar, por su capacidad para legislar eficientemente o, en el mejor de los casos, simplemente pensar. Pero no. Hoy lo que importa es si posa bien para la selfie, si tiene un nickname pegajoso o si es lo suficientemente viral como para justificar su sueldo.
En México este circo alcanza niveles de tragicomedia dignos de una telenovela de las de antes. Los políticos, a pesar de su historial de fracasos, corruptelas o simple y llana estupidez, son perseguidos en la calle como si fueran estrellas de rock, aunque su único hit sea haber aumentado impuestos o inaugurar obras a medio terminar. La gente les pide fotos, les ruega empleos, les besa las manos. Y ellos, pobres criaturas sedientas de validación, se derriten ante el primer halago. El problema es que, cuando el poder se esfuma, quedan como esos artistas de feria que nadie recuerda: amargados, olvidados y con un vacío existencial que ni el mejor coaching emocional puede llenar.
Pero no seamos lapidarios, pues esto no es exclusivo de México. El mundo entero parece haberse contagiado de esta fiebre por convertir a los gobernantes en personajes de tira cómica. Donald Trump, por ejemplo, demostró que se puede ser presidente de la primera potencia mundial y, al mismo tiempo, un troll de Twitter con acceso a la vitrina de la economía mundial. ¿Sus decisiones eran producto de un análisis geopolítico o de un berrinche porque alguien le dijo que su peinado era falso? Nunca lo sabremos, pero el planeta pagó —y sigue pagando— las consecuencias.
En México, tuvimos seis años de un presidente que, a pesar de haber alcanzado el puesto que tanto anhelaba, nunca superó sus traumas de adolescencia. Andrés Manuel López Obrador gobernó con la misma madurez emocional de un estudiante de prepa que escribe poemas de desamor. Cada mañanera era un stand-up comedy de resentimientos: Calderón, el PRI, los conservadores, los fifís, el neoliberalismo… hasta el perro del vecino tenía la culpa. Sus decisiones de Estado parecían sacadas más de un ajuste de cuentas personal que de un plan de gobierno. Y no pocos sesudos analistas consideran que su pleito con la vida nació cuando sus papás lo corrieron de la casa tras el lamentable incidente en el que falleció uno de sus hermanos.
Y ahora, como si el espectáculo no fuera suficiente, la 4T ha decidido que el Poder Judicial también debe ser parte del reality. La reforma judicial de Morena no busca mejorar la impartición de justicia, sino convertir a jueces y magistrados en participantes de Bailando por un Hueso. Los candidatos ya no discuten jurisprudencia; ahora bailan, se ponen apodos ridículos y, en algunos casos, parece que compiten por el premio al video más grotesco o al apodo más idiota. ¿"Harry Cruz"? ¿"Dora la Transformadora"? ¿Un tipo que se compara con un chicharrón?
Esto ya no es una elección, es un casting para un programa de televisión basura.
El mensaje es claro: el mérito, la experiencia y la capacidad importan menos que saber hacer tiktoks o ponerse un sombrero gracioso. Los perfiles serios, aquellos que deberían estar discutiendo cómo mejorar el sistema judicial, simplemente se alejan, porque rebajarse a este circo mediático es indigno. Y al final, el ciudadano común, ese que ni siquiera sabe para qué demonios le sirve un magistrado, tendrá que elegir entre 3,400 aspirantes. ¿A quién recordará? ¿Al abogado con 20 años de experiencia o a la aspirante que enseñó el piernón loco en Instagram?
Si esto sigue así, pronto veremos a doctores del IMSS haciendo campaña vestidos de payasos ("¡Vota por el Dr. Risitas, que sutura con alegría!"), maestros universitarios peleando en combates de rap por una plaza, y soldados bailando reggaetón para ascender a general.
Morena no está transformando el país; lo está convirtiendo en un spin-off de Acapulco Shore.
Por eso la pregunta real es: ¿en qué maldito momento decidimos que la política debía ser entretenimiento y no un servicio?
Porque si queremos circo, al menos que nos den el pan.
Pero ni eso.