Lo peor de México, lo mejor para Morena

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  La historia mexicana reciente podría escribirse con lágrimas y sangre, pero en el sexenio de López Obrador decidimos contarla con billetes...

 

La historia mexicana reciente podría escribirse con lágrimas y sangre, pero en el sexenio de López Obrador decidimos contarla con billetes de 500 pesos y aplausos mañaneros. Después de analizar exhaustivamente su gestión, podemos afirmar que nuestro mesías tropical logró una hazaña inédita: convertir a un país otrora orgulloso en una república de mendigos, pedigüeños y pordioseros donde la dignidad se vende al irrisorio precio de una transferencia bancaria bimensual.

Lo dije antes y lo repito ahora, con la convicción aumentada por la evidencia acumulada: AMLO transformó magistralmente a los mexicanos en indigentes profesionales, en menesterosos con credencial oficial, en desvalidos cuya lealtad se compra con las migajas que los políticos llaman "bienestar". El pacto fáustico quedó establecido con brutal sencillez: "Mientras me llegue mi apoyo, me importa un comino que haya fosas clandestinas, masacres semanales o que mi vecino desaparezca misteriosamente". Todo un tratado de ética tallada con la más abyecta pos-verdad.

Cada mañana, con la puntualidad que nunca tuvo para cumplir sus promesas, López Obrador subía a su púlpito laico para oficiar la misa del resentimiento. Su sermón, invariablemente dividido en capítulos de calumnias, insultos y fantasías estadísticas, tenía un objetivo transparente: cauterizar en el mexicano promedio cualquier neurona capaz de pensamiento crítico. Pronto quedó claro que sus mañaneras no eran ejercicios de transparencia sino masterclasses de manipulación emocional donde la feligresía aprendía a señalar enemigos y repetir mantras.

El presidente cultivó el arte de tildar de "corrupto" a todo aquel que osara contradecirlo, curiosamente sin jamás presentar una sola prueba ante un tribunal. ¿Para qué molestarse con formalidades jurídicas cuando tienes un palacio nacional desde donde lanzar acusaciones? La presunción de inocencia, esa reliquia neoliberal, quedó sepultada bajo toneladas de "yo tengo otros datos".

Su mayor legado —más permanente que cualquier tren maya o refinería fantasma— fue inocular en el cuerpo social el virus del odio y la polarización. Un virus tan efectivo que logró lo impensable: que la sociedad mexicana dejara de inmutarse ante la violencia. ¿Recuerdan cuando Javier Sicilia llenó el Zócalo en 2011 exigiendo paz? ¿O cuando los Diálogos de Chapultepec forzaron a Calderón a confrontar a las víctimas? Esa capacidad de indignación colectiva fue la primera víctima del régimen obradorista. Hoy ya no vemos ni una sola marcha convocada por ciudadanos para exigir lo que hoy ya parece impensable e inalcanzable: paz, tranquilidad y justicia.

Como Jefe de Gobierno, López Obrador ya mostraba sus cartas al descalificar justo esas marchas contra el secuestro como "complots derechistas". Como candidato eterno, jamás quiso solidarizarse con las víctimas de la violencia. Y como presidente —aquí viene la parte cómica—, el hombre que juró retirar al ejército de las calles ejecutó la militarización más agresiva de nuestra historia. La hipocresía elevada a arte marcial.

Proclamándose "presidente de la paz" mientras los cadáveres se acumulaban, López Obrador implementó la brillante estrategia de "abrazos, no balazos", un eufemismo tan creativo como decir que el Titanic sufrió un "incidente de humedad". En la práctica, su política consistió en ceder plazas enteras al crimen organizado, ordenando al Ejército no intervenir en enfrentamientos entre cárteles. La sociedad civil, atrapada en el fuego cruzado, era simplemente daño colateral en su experimento pacifista.

Los resultados hablan por sí mismos: si Calderón cerró con 120 mil muertos en su fallida guerra contra el narco, el "presidente de la paz" superó la marca con 200 mil cadáveres y 50 mil desaparecidos. Una mejora cuantitativa digna de presumirse en la siguiente comparecencia ante la ONU, o ya de perdido, ante el Juez Cogan en Nueva York.

Pronto la percepción popular cambió: el presidente parecía más cómodo entre criminales que entre intelectuales. Liberaba capos como quien suelta palomas en una boda (recordemos el Culiacanazo y la liberación de Ovidio Guzmán). Saludaba con reverencial respeto a la madre del Chapo, mientras trataba a periodistas críticos como enemigos públicos. Sus peregrinaciones a Badiraguato —seis visitas oficiales, más que a cualquier municipio afectado por desastres naturales— parecían más visitas de Estado que recorridos por un pueblo olvidado.

Sus frases para justificar al narco merecerían un compendio antológico: "Los narcos también son pueblo", decía, como si los sicarios fueran una minoría incomprendida necesitada de inclusión. O la joya: "Hay que acusarlos con sus mamás", una política criminal tan sofisticada que dejó boquiabiertos a los expertos en seguridad de todo el planeta.

El objetivo de las mañaneras jamás fue informar —labor tan obsoleta como la clase media aspiracionista—, sino despertar lo peor de sus seguidores. Convertidas en tribunal inquisitorial posmoderno, desde allí señalaba herejes, exhibía rostros de periodistas críticos, compartía direcciones privadas (como hizo con Carlos Loret de Mola) y hasta divulgaba números telefónicos de corresponsales extranjeros. Todo en nombre del "derecho a la información" y el "humanismo mexicano", esa contradictio in terminis que solo un genio del cinismo como él podría haber acuñado.

Con sus "paleros" profesionales, organizados como escuadrones de demolición reputacional, creó un ambiente de crispación perpetua que hizo imposible cualquier diálogo racional. Su mayor triunfo fue conseguir que millones de mexicanos bloquearan a sus propios familiares en WhatsApp y cancelaran reuniones navideñas. Si Stalin separó familias con exilios siberianos, López Obrador lo logró con simples conferencias matutinas.

La inversión moral fue total: los verdaderos villanos ya no eran los que descuartizaban personas, sino los periodistas que lo reportaban. Los intelectuales se convirtieron en "enemigos del pueblo", mientras los capos recibían trato de empresarios incomprendidos. Los sicarios tenían "derechos humanos", pero los padres de niños con cáncer eran "golpistas" y las madres buscadoras merecían "burla y repudio".

El narco, agradecido por tanto entendimiento presidencial, correspondió imponiendo jefes policiales, alcaldes, gobernadores y legisladores. La fórmula era sencilla: si apoyas a Morena, puedes traficar bajo la mirada comprensiva de la Guardia Nacional, ese híbrido institucional tan efectivo como un paraguas de papel en un tornado.

Así llegamos a la México contemporáneo, donde un cantante arriesga la vida si se niega a interpretar narcocorridos, donde los abogados del crimen organizado ocupan curules en el Congreso, y donde la nueva presidenta cobija a gobernadores con más vínculos con el Cártel de Sinaloa que con sus propios votantes. Un país donde las becas y las pensiones compran el silencio colectivo, donde los jueces son demonizados mientras los capos son romantizados, y donde cualquier crítica al crimen organizado es etiquetada como "conservadurismo neoliberal".

El gran logro del obradorismo fue crear un Estado donde el Mal no solo habita cómodamente, sino que dicta políticas públicas y reparte presupuesto. Un Estado donde la corrupción ya no es percibida como vicio sino como prerrogativa revolucionaria. Un país donde la única causa justa es aquella que el caudillo bendice cada mañana en boca de su títere presidencial.

La gran tragicomedia mexicana continúa, pero ya sin su protagonista principal, quien ahora disfruta de su retiro en La Chingada, nombre proféticamente acertado para la finca donde descansa el artífice de la peor degradación moral por la que ha pasado México. Mientras tanto, millones siguen esperando hambrientos y famélicos que la próxima transferencia gubernamental llegue puntual a sus cuentas, porque en esta nueva normalidad, la dignidad ciudadana resultó tener un precio de saldo mucho menor del que imaginábamos. El sobado pundonor del mexicano apenas cuesta unos centavos. Es una ganga que López Obrador compró en el tianguis de la decencia y el orgullo mancillados por el penoso hecho de que seguimos siendo un pueblo de muertos de hambre.

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Lo peor de México, lo mejor para Morena
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