Desde la reforma electoral de 2007, las restricciones a la libertad de expresión durante las campañas han sido un monumento a la ironía po...
Desde la reforma electoral de 2007, las restricciones a la libertad de expresión durante las campañas han sido un monumento a la ironía política, tallado con el cincel del resentimiento, y el arquitecto de este disparate no fue otro que Andrés Manuel López Obrador y su séquito, quienes, tras sufrir una derrota en las urnas en 2006, ladraron a los cuatro vientos que el verdadero problema no era su incapacidad para convencer a los votantes, sino que el entonces presidente Vicente Fox osara abrir su enorme boca. Así fue como nació esta joya legislativa: un candado para silenciar a los funcionarios en época electoral.
Como sea, la regla absurda se convirtió en ley. Con lo que no contaban los cuatroteros es que algún día la balanza del poder se inclinaría a su favor tan pronto haciendo de este 'logro ciudadano' una justicia poética cruel. En 2024, ya instalado en Los Pinos, López Obrador descubrió de pronto que las reglas que él mismo exigió implementar y acatar eran… ¡un atentado contra su sagrado derecho a opinar! Las autoridades electorales, con la firmeza de un guardia de tránsito ante un camión sin frenos, le lanzaron una amonestación que ni siquiera habría avergonzado a un niño travieso. Y así, el hombre que exigió silencio a los demás se convirtió en el loro más ruidoso, estridente y fragoroso de todos.
Aquí, un inciso para los despistados: yo siempre he creído que los funcionarios —incluyendo al presidente— deberían poder hablar, opinar y hasta meter la pata en época electoral. Son políticos, no monjes de clausura. Pero en este circo, la libertad de expresión es como un menú a la carta: se defiende solo cuando conviene. Si estás en la oposición, exiges que el gobierno se calle; si estás en el poder, clamas por tu derecho a "informar". Y así, entre gritos y contradicciones, se escribe el libreto de la política mexicana.
Yo no conozco a nadie, absolutamente nadie que haya dicho "escuché a fulanito hablar sobre las ventajas de votar por perenganito. Voy a cambiar mi voto". Entre tantas reglas ridículas que precisamente López Obrador exigió imponer había la babosada absoluta de que incluso en época electoral los vehículos oficiales debían tapar sus logotipos y colores, porque el movimiento lopezobradorista consideraba a la gente lo suficientemente estúpida como para cambiar su voto por ver diversos colores en la calle.
De ese tamaño siempre fue la estupidez.
El último capítulo de este melodrama lo protagoniza la presidenta Sheinbaum y su tropa, empeñados en promocionar la elección del Poder Judicial del 1 de junio. El INE, cumpliendo su papel de árbitro (aunque muchos lo vean más como un portero en un partido amañado), les dijo "no". Y ahora, los mismos que en 2007 pedían silencio, se rasgan las vestiduras porque se les impide "fomentar la participación ciudadana". ¡Qué casualidad!
El argumento oficial es digno de un discurso de Miss Universo: "No queremos influir, solo informar". Según Arturo Zaldívar, esto no es proselitismo, sino pedagogía democrática. ¡Qué nobleza! Pero detrás de esta fachada cívica se esconde un objetivo menos romántico y más bien orientado a la desesperación: disfrazar una elección amañada como un ejercicio de transparencia. Porque, seamos honestos, esto no es una votación, es un trámite para que el gobierno controle al Poder Judicial. Y como la ciudadanía no es tonta, solo acudirán a las urnas los militantes de Morena, los sindicatos afines y, quién sabe, hasta algún grupo de interés con camionetas blindadas.
El resultado será, como siempre, una participación risible, pero no se preocupen: ya tienen preparado el chivo expiatorio. "¡El INE no nos dejó hablar, por eso la gente no votó!". La victimización, ese recurso infalible del lopezobradorismo, volverá a salvarles el expediente. Y si la abstención es alta —que lo será en un grado de escándalo—, usarán este fracaso como excusa para otra "reforma" que consolide su hegemonía.
Porque ese es el verdadero juego: las reglas solo valen cuando benefician al poder. En 2006, el IFE fue el villano perfecto: si ganaban, era a pesar de él; si perdían, era por su culpa. Hoy, el INE ocupa ese papel. Y así, entre lágrimas de cocodrilo y discursos grandilocuentes, se construye una democracia de cartón, donde las instituciones son culpables de todo… menos los que las manipulan.
Por lo pronto, la Sala Superior del Tribunal Electoral ya avaló que la Presidencia, legisladores, gobernadores y servidores públicos en general puedan promover la participación de la elección judicial, pero sin impulsar a candidaturas en particular y que los recursos públicos utilizados estén destinados a la comunicación social con fines constitucionalmente lícitos, sin algún tipo de sesgo o apoyo a determinados aspirantes o candidaturas.
Sabemos en qué va a parar eso, y escucharemos una cacofonía de ladridos empujando a sus favoritos... y en el fondo, creo que es un avance.
Yo, por coherencia, defiendo que los funcionarios puedan hablar. Pero no me hagan reír: en este país, la libertad de expresión es solo otra arma arrojadiza. Y el que la esgrime hoy, mañana será el primero en querer silenciarla.
Como sea, la regla absurda se convirtió en ley. Con lo que no contaban los cuatroteros es que algún día la balanza del poder se inclinaría a su favor tan pronto haciendo de este 'logro ciudadano' una justicia poética cruel. En 2024, ya instalado en Los Pinos, López Obrador descubrió de pronto que las reglas que él mismo exigió implementar y acatar eran… ¡un atentado contra su sagrado derecho a opinar! Las autoridades electorales, con la firmeza de un guardia de tránsito ante un camión sin frenos, le lanzaron una amonestación que ni siquiera habría avergonzado a un niño travieso. Y así, el hombre que exigió silencio a los demás se convirtió en el loro más ruidoso, estridente y fragoroso de todos.
Aquí, un inciso para los despistados: yo siempre he creído que los funcionarios —incluyendo al presidente— deberían poder hablar, opinar y hasta meter la pata en época electoral. Son políticos, no monjes de clausura. Pero en este circo, la libertad de expresión es como un menú a la carta: se defiende solo cuando conviene. Si estás en la oposición, exiges que el gobierno se calle; si estás en el poder, clamas por tu derecho a "informar". Y así, entre gritos y contradicciones, se escribe el libreto de la política mexicana.
Yo no conozco a nadie, absolutamente nadie que haya dicho "escuché a fulanito hablar sobre las ventajas de votar por perenganito. Voy a cambiar mi voto". Entre tantas reglas ridículas que precisamente López Obrador exigió imponer había la babosada absoluta de que incluso en época electoral los vehículos oficiales debían tapar sus logotipos y colores, porque el movimiento lopezobradorista consideraba a la gente lo suficientemente estúpida como para cambiar su voto por ver diversos colores en la calle.
De ese tamaño siempre fue la estupidez.
El último capítulo de este melodrama lo protagoniza la presidenta Sheinbaum y su tropa, empeñados en promocionar la elección del Poder Judicial del 1 de junio. El INE, cumpliendo su papel de árbitro (aunque muchos lo vean más como un portero en un partido amañado), les dijo "no". Y ahora, los mismos que en 2007 pedían silencio, se rasgan las vestiduras porque se les impide "fomentar la participación ciudadana". ¡Qué casualidad!
El argumento oficial es digno de un discurso de Miss Universo: "No queremos influir, solo informar". Según Arturo Zaldívar, esto no es proselitismo, sino pedagogía democrática. ¡Qué nobleza! Pero detrás de esta fachada cívica se esconde un objetivo menos romántico y más bien orientado a la desesperación: disfrazar una elección amañada como un ejercicio de transparencia. Porque, seamos honestos, esto no es una votación, es un trámite para que el gobierno controle al Poder Judicial. Y como la ciudadanía no es tonta, solo acudirán a las urnas los militantes de Morena, los sindicatos afines y, quién sabe, hasta algún grupo de interés con camionetas blindadas.
El resultado será, como siempre, una participación risible, pero no se preocupen: ya tienen preparado el chivo expiatorio. "¡El INE no nos dejó hablar, por eso la gente no votó!". La victimización, ese recurso infalible del lopezobradorismo, volverá a salvarles el expediente. Y si la abstención es alta —que lo será en un grado de escándalo—, usarán este fracaso como excusa para otra "reforma" que consolide su hegemonía.
Porque ese es el verdadero juego: las reglas solo valen cuando benefician al poder. En 2006, el IFE fue el villano perfecto: si ganaban, era a pesar de él; si perdían, era por su culpa. Hoy, el INE ocupa ese papel. Y así, entre lágrimas de cocodrilo y discursos grandilocuentes, se construye una democracia de cartón, donde las instituciones son culpables de todo… menos los que las manipulan.
Por lo pronto, la Sala Superior del Tribunal Electoral ya avaló que la Presidencia, legisladores, gobernadores y servidores públicos en general puedan promover la participación de la elección judicial, pero sin impulsar a candidaturas en particular y que los recursos públicos utilizados estén destinados a la comunicación social con fines constitucionalmente lícitos, sin algún tipo de sesgo o apoyo a determinados aspirantes o candidaturas.
Sabemos en qué va a parar eso, y escucharemos una cacofonía de ladridos empujando a sus favoritos... y en el fondo, creo que es un avance.
Yo, por coherencia, defiendo que los funcionarios puedan hablar. Pero no me hagan reír: en este país, la libertad de expresión es solo otra arma arrojadiza. Y el que la esgrime hoy, mañana será el primero en querer silenciarla.
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