Harvard vs. Trump: batalla ideológica y política que ya tiene un ganador

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  La semana pasada presenciamos el último episodio de la telenovela política estadounidense cuando el presidente, en un arranque de autorita...

 

La semana pasada presenciamos el último episodio de la telenovela política estadounidense cuando el presidente, en un arranque de autoritarismo apenas disimulado, envió una misiva a Harvard —sí, esa universidad que ha producido ocho presidentes estadounidenses y 49 premios Nobel— exigiéndole que se arrodillara ante el poder ejecutivo o sufriría las consecuencias económicas. Con la sutileza de un rinoceronte en juguetería, el mandatario presentó un ultimátum digno de un reality show: modificar programas de enseñanza, cambiar políticas de contratación y admisión, someterse a auditorías para detectar "semitismo" (un concepto tan ambiguo como conveniente) y desmantelar organizaciones estudiantiles propalestinas. En otras palabras: "Piensa como yo o te corto el suministro financiero".

Harvard respondió con una masterclass de dignidad institucional: “La universidad no renunciará a su independencia ni a sus derechos constitucionales. Ni Harvard ni ninguna otra universidad privada puede permitir que el gobierno federal se apodere de ella. En consecuencia, no aceptaremos las condiciones del gobierno”. Una declaración sorprendentemente contundente y congruente para una institución que históricamente ha preferido mantener relaciones cordiales que han tirado a ser cómplices con el poder, sin importar quién lo ostente.

No ha faltado la opinión de los intelectuales cuando observan la política desde su torre de marfil—: "Ninguna otra respuesta debería haber sido posible por la lógica de la ley, o la lógica de la libertad académica, o la lógica de la democracia", pero omiten mencionar es que la "lógica de la democracia" hace tiempo que fue reemplazada por la lógica del espectáculo político y la polarización rentable. 

Lo cierto es que el entusiasmo con que se recibió esta contundente respuesta es una medida de lo bajo, y lo rápido, que han caído las expectativas con respecto al deprimente estado actual del discurso político estadounidense, donde defender principios básicos, prácticamente fundacionales como la independencia académica se celebra como un acto de heroísmo.

La respuesta gubernamental no se hizo esperar, y fue tan previsible como un capítulo final de serie de bajo presupuesto: funcionarios federales anunciaron que congelarían 2,200 millones de dólares en subvenciones, más un contrato de 60 millones. Para Harvard, son cosquillitas, porque maneja un fondo patrimonial de más de 50 mil millones de dólares —suficiente para comprar pequeños países— , pero el mensaje simbólico es claro: atrévete a desafiar al poder ejecutivo y pagarás el precio. Una lección de civismo al estilo mafioso que seguramente estará incluida en los próximos programas de ciencias políticas.

No satisfecho con este despliegue de poder, Trump —siempre ávido de protagonismo mediático— elevó la apuesta sugiriendo que Harvard debería empezar a pagar impuestos. Según informes de periodistas del Times, el IRS está considerando retirarle a la institución su exención fiscal, un privilegio que las universidades estadounidenses han disfrutado desde tiempos inmemoriales. La administración tributaria, ese organismo supuestamente independiente, parece haberse convertido en un instrumento más en el arsenal político presidencial.

¿Por qué el alboroto por la respuesta de una universidad?. Pues porque Harvard tiene el poder de influir en otras instituciones. Es el equivalente académico de un influencer con millones de seguidores: a donde va Harvard, otras universidades le siguen. Pero hay algo más profundo en juego: esta confrontación representa "un esfuerzo del gobierno por romper lo que considera el control del liberalismo sobre la educación superior". La Casa Blanca ve en esta batalla una oportunidad dorada para seguir martillando su narrativa favorita: que la izquierda es sinónimo de antisemitismo, elitismo y censura. Un mensaje que resuena potentemente en su base electoral, siempre dispuesta a creer que las universidades son nidos de adoctrinamiento progresista.

Lo que estamos presenciando no es simplemente un choque entre una administración presidencial y una universidad elitista. Es un episodio más en la guerra cultural estadounidense, donde las instituciones académicas —tradicionalmente bastiones del pensamiento crítico y la investigación independiente— se han convertido en campos de batalla ideológicos. La sabrosa ironía es que tanto el trumpismo como Harvard se acusan mutuamente de suprimir la libertad de expresión, mientras ambos bandos intentan silenciar las voces que consideran incómodas o peligrosas.

Este enfrentamiento entre el poder político y el académico revela la fragilidad de los principios democráticos cuando se someten a las presiones del partidismo extremo. Harvard, con sus contradicciones, sus privilegios y su elitismo inherente, se encuentra defendiendo valores fundamentales que deberían ser incuestionables en una democracia saludable. Mientras tanto, la administración presidencial, en su cruzada por "liberar" a las universidades del yugo progresista, recurre a tácticas mafiosas que huelen peligrosamente a autoritarismo.

El desenlace de esta saga promete ser tan dramático como predecible: un prolongado litigio judicial que mantendrá a los abogados bien pagados por ambas partes, titulares incendiarios que alimentarán la polarización y, al final, un posible acuerdo discreto una vez que los reflectores mediáticos se dirijan hacia otra controversia. Mientras tanto, los verdaderos temas que deberían ocupar la atención nacional —como la creciente desigualdad económica, la crisis climática o las tensiones geopolíticas— permanecerán convenientemente relegados a un segundo plano.

En el teatro del absurdo que es la política estadounidense contemporánea, este enfrentamiento entre Harvard y el ejecutivo nacional es simplemente el acto más reciente, interpretado por actores que conocen muy bien sus líneas y saben perfectamente dónde están sus marcas en el escenario. El público aplaude o abuchea según sus lealtades preestablecidas, y la democracia, esa idea cada vez más abstracta, observa allá, a lo lejos, desde las gradas de los pobretones, preguntándose cuándo se convirtió en un espectáculo tan vulgar y tan predecible.

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Harvard vs. Trump: batalla ideológica y política que ya tiene un ganador
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