En la interminable telenovela comercial entre China y Estados Unidos —que ni las mejores producciones de Netflix podrían guionizar— muchos...
En la interminable telenovela comercial entre China y Estados Unidos —que ni las mejores producciones de Netflix podrían guionizar— muchos apostaron ingenuamente a un triunfo aplastante del Tío Sam. Grave error. Mientras Washington flexionaba sus músculos financieros frente a las cámaras, Pekín afilaba silenciosamente sus garras bajo la mesa, preparando un arsenal de recursos que harían palidecer hasta al más optimista estratega del Pentágono.
La resiliencia social china no es ninguna broma. Mientras los estadounidenses organizan manifestaciones si el WiFi del Starbucks funciona lento, la población china puede soportar privaciones económicas con una entereza que harían morirse de vergüenza a un espartano. El Partido Comunista ha perfeccionado el arte de convertir cualquier adversidad en combustible para el fervor nacionalista. "¿Inflación? ¡Es culpa de los imperialistas!" Y la gente aplaude. Xi Jinping puede mantenerse imperturbable mientras Trump debe explicar a sus votantes por qué su iPhone ahora les va a costar un riñón y medio.
En el terreno mineral, China maneja las tierras raras como quien sostiene el suministro de oxígeno de su adversario. Con entre el 80% y 90% de la producción mundial de estos 17 elementos críticos, Pekín tiene a Washington agarrado, literal y figurativamente, por las pilas. Sin estos minerales podemos despedirnos de los chips avanzados, los misiles guiados y prácticamente cualquier aparato tecnológico que sea más sofisticado que una freidora de aire. La mera insinuación de un corte en el suministro provoca sudores fríos desde Silicon Valley hasta el Pentágono. China no necesita lanzar misiles a Estados Unidos, simplemente puede cortar la materia prima para fabricarlos.
Y si hablamos de bombas financieras, los 760 mil millones de dólares en bonos del Tesoro estadounidense que China posee son el equivalente económico a un botón nuclear. Un programa masivo de venta de estos activos provocaría un tsunami en los mercados que haría que la crisis de 2008 pareciera un chapoteo en alberca infantil. Las tasas de interés se dispararían, el crédito se evaporaría y el sueño americano se convertiría en una pesadilla financiera. Claro, China también sufriría daños, pero como dicen en el arte de la guerra: a veces vale la pena perder un dedo si puedes arrancarle el brazo completo a tu adversario.
El sistema financiero chino, manejado con mano de hierro por el Estado, permite implementar políticas económicas a la velocidad del rayo. Mientras el Congreso estadounidense debate durante meses para aprobar un estímulo económico —generalmente diluido por compromisos políticos hasta la insignificancia—, el gobierno chino puede inyectar capital en sectores estratégicos con la misma facilidad con que Trump publicaba tuits incendiarios a las tres de la madrugada.
La autosuficiencia tecnológica china ya no es una aspiración lejana sino una realidad en construcción acelerada. Los repetidos insultos tecnológicos de Washington han tenido el efecto paradójico de obligar a China a desarrollar sus propias alternativas. Huawei, por ejemplo, está creando todo un ecosistema tecnológico independiente después de que Estados Unidos intentara asfixiarla con sanciones. Como dice el refrán chino: "Cuando te bloquean la puerta, aprende a fabricar ventanas".
La planificación industrial china opera en dimensiones temporales que desafían la comprensión occidental. Mientras Estados Unidos cambia de rumbo económico cada cuatro años siguiendo los caprichos electorales —oscilando entre políticas tan predecibles como el pronóstico meteorológico de Londres—, China diseña estrategias para varias décadas. Made in China 2025 no es solo un eslogan; es la hoja de ruta para la dominación industrial global. Es como si Washington jugara ajedrez pensando en el próximo movimiento, mientras Pekín juega Go, planificando cincuenta jugadas por delante.
La verdad incómoda que Washington prefiere ignorar es que China ha construido un arsenal económico formidable mientras Estados Unidos estaba ocupado celebrando victorias prematuras. Este dragón milenario no solo está preparado para resistir la presión occidental, sino que podría emerger de esta contienda comercial más fuerte que antes. La estrategia china no consiste simplemente en sobrevivir al conflicto, sino en utilizar la presión como catalizador para acelerar transformaciones que ya estaban en marcha antes de que Donald Trump se cambiara del Partido Demócrata al Republicano.
Si algo hemos aprendido de la historia reciente es que subestimar a China es el primer paso hacia la derrota estratégica. Mientras los políticos estadounidenses siguen vendiendo la ilusión de que pueden doblegar fácilmente a Pekín con amenazas arancelarias —que son tan efectivas como intentar derribar un tanque con pistolas de agua—, el gigante asiático continúa acumulando recursos para enfrentar y ganar una guerra económica de larga duración.
Cuando finalmente llegue el momento de la verdadera negociación, Washington podría descubrir que su posición no es tan ventajosa como presumía. Y China, con paciencia milenaria, estará esperando ese momento exacto para transformar lo que parecía una batalla defensiva en una oportunidad para reescribir las reglas del comercio global. El dragón no solo tiene garras; también sabe cuándo y dónde usarlas.
El mundo no es ajeno al derrumbe de las grandes potencias económicas. España cayó dejando que Holanda se volviera potencia mundial, que luego se derrumbó y cedió el paso al Imperio Británico que, después, también terminó por hundirse y dejarle el puesto a Estados Unidos. Parece ser que nos va a tocar ver cómo el ya muy descascarado y agotado modelo estadounidense se hará a un lado para dejar que China sea la nueva potencia económica mundial.