Claudia VS López: El control de Morena, en juego

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  Hace unos días, el secretario de Educación Pública, Mario Delgado, nos regaló una imagen tan calculada como un comercial de cereales ...

 

Hace unos días, el secretario de Educación Pública, Mario Delgado, nos regaló una imagen tan calculada como un comercial de cereales "nutritivos": rodeado de 27 corporativos para integrar el programa "Vive Saludable, Vive Feliz". El nombre, con ese optimismo forzado tan propio de nuestras instituciones, promete básculas, rutinas de activación física y materiales sobre nutrición en las escuelas. Lo verdaderamente nutritivo, sin embargo, fue el cinismo con el que la iniciativa privada —esa misma que López Obrador juró combatir— terminó colándose por la puerta trasera del sistema educativo nacional. La fotografía, lejos de ser casual, fue una señal tan sutil como un anuncio espectacular en Periférico. Y no, no fue dirigida al sector educativo, que sigue ahogándose en sus carencias históricas. Fue un guiño descarado al empresariado: "Pasen, pasen, que la '4T' ya no muerde... al menos no cuando hay cámaras".

Desde que Mario Delgado aterrizó en la SEP como quien llega a un trampolín político y no a una secretaría de Estado, quedó claro que no planeaba ser un simple técnico educativo más en la larga lista de burócratas olvidables. En febrero convocó a empresas para "adecuar" los planes de estudio. Ahora, con maestría digna de un ilusionista, las mete a las aulas disfrazadas de donantes desinteresados, como si Coca-Cola y Bimbo fueran de pronto fundaciones filantrópicas preocupadas por la salud infantil. Su verdadera apuesta es evidente: una "modernización educativa" con logotipo empresarial y código de barras incluido.

Lo que Delgado nos muestra con claridad meridiana es que la transformación de la educación —esa promesa eterna de cada sexenio— ocupa un cómodo segundo plano mientras él diseña meticulosamente su plataforma política personal usando a los niños y a los jóvenes como vil escalón. Es el retrato perfecto del funcionario en modo candidato: usa su cargo para construir alianzas, ganar tiempo en los medios y diferenciarse del resto de los aspirantes morenistas. Frente a un lopezobradorismo que intenta sobrevivir sin López Obrador —como un cuerpo que busca funcionar sin cerebro—, Delgado levanta la mano con un discurso que suena más a foro empresarial que a mitin de la '4T': innovación, empleabilidad, inversión. Términos que en el diccionario obradorista original estaban más cerca de insultos que de valores.

Pero esa misma estrategia, calculada al milímetro, lo ha colocado justo en la mira del ala radical de la '4T', esos guardianes de la ortodoxia revolucionaria que ven neoliberales hasta en la sopa. El primero en reaccionar, con la velocidad de quien ha estado esperando precisamente este momento, fue el 'doctor muerte' Hugo López-Gatell. Ya no como el irresponsable epidemiólogo que acumuló muertos extra durante la pandemia, sino como VOZ autorizada del obradorismo jacobino. En una entrevista lanzó una crítica que sonó más a excomunión que a diferencia de opinión: acusó "captura corporativa", "pseudociencia disfrazada de información", y comparó a Delgado con funcionarios de Calderón y Peña, que en el santoral morenista equivale a llamarlo Judas Iscariote. "Se entregó el programa de salud escolar a las mismas empresas que causan la epidemia de obesidad", acusó, con la misma contundencia con la que alguna vez nos dijo que los cubrebocas no servían de nada.

Para Gatell, esto no es una alianza estratégica. Es alta traición a la patria. Y su mensaje no va dirigido a la SEP ni tampoco es para salvar a los niños con sobrepeso, sino al corazón ideológico de Morena: si Delgado coopera con los empresarios —villanos del relato oficial—, no puede hablar en nombre de la sagrada transformación. Es como si un cardenal acusara de herejía a otro dentro del Vaticano, mientras el Papa observa sin decir palabra.

Y hablando del Papa... o más bien, de la Presidenta: Claudia Sheinbaum no ha dicho una sola palabra sobre esta guerra interna. Y ese silencio dice más que un discurso de tres horas en el Zócalo. Porque si respalda a Delgado, se le voltean los ayatolas, esos que siguen viendo en AMLO a su verdadero líder espiritual. Y si respalda a Gatell, se le termina de caer el frágil equilibrio interno del gabinete. La verdad incómoda que nadie quiere admitir es que Sheinbaum no manda del todo en su gabinete porque al menos la mitad viene directamente del gobierno de López Obrador, como herencia forzosa más que como elección propia. Y la imagen de control absoluto que tanto se esfuerza en proyectar se desdibuja frente al fuego cruzado entre sus propios funcionarios.

Lo cierto es que Delgado no habría avanzado con semejante programa sin autorización previa de Palacio Nacional. Pero su operación destapó una tormenta inesperada para la mandataria, quien ahora debe navegar entre la traición a los principios originales y el pragmatismo que requiere gobernar un país que de vez en cuando no vive de consignas.

No es el primer caso de autofagia política en este sexenio tempranero. Ante una oposición tan visible como un fantasma a plena luz del día, Morena ha recurrido al canibalismo político como el nuevo deporte nacional. Hace semanas fue el rechazo público a Yunes por parte de Rocío Nahle en Veracruz, actuando como virreina que decide quién pisa sus dominios. Antes, el desaire de líderes parlamentarios a Sheinbaum en pleno Zócalo, como adolescentes rebeldes que deciden no aplaudir a la directora. Y luego, las críticas internas contra Andrea Chávez, protegida de Adán Augusto, en ese intrincado juego de tronos morenista.

Cada episodio suma tensión. Cada silencio presidencial resta autoridad. Y en el fondo, todos estos conflictos gritan lo mismo: Morena no es un bloque monolítico. Es un campo minado de egos e intereses personales disfrazados de ideología, donde cada quien busca posicionarse para el 2030 y dejando las lecciones del 2024 ya fueran historia antigua que conviene ignorar.

Detrás del aparentemente inocuo debate educativo sobre básculas y rutinas de ejercicio hay algo mucho más profundo y determinante: dos modelos completamente opuestos del futuro post-obradorista enfrentados a muerte. Uno que quiere abrirle la puerta a los sectores agredidos y demonizados por el viejo líder, reconociendo que sin ellos gobernar es imposible. Y otro que prefiere mantener el discurso de soberanía y pureza ideológica, aunque eso signifique quedarse solos admirando su propia estatua revolucionaria.

¿Colaboración pragmática o confrontación dogmática? 

¿Una '4T' con logos corporativos o una '4T' con dogmas inamovibles? 

La disputa entre Mario Delgado y el ala radical encarnada por Gatell no es anecdótica ni superficial. Es estructural y definirá el rumbo del movimiento después de 2030, cuando ya no exista el recurso de consultar al patriarca en Palenque.

Y en medio de esta batalla ideológica está Claudia Sheinbaum. Callada como en campaña, cautelosa como quien pisa un campo minado, contenida como quien reprime un estornudo en misa. Atrapada entre la pragmática que necesita desesperadamente para gobernar un país con gravísimos problemas reales y el purismo ideológico que no se atreve a desafiar por miedo a perder su base. 

Ésa es la verdadera carga presidencial que nadie mencionó durante la campaña: la de liderar un movimiento sin mando único donde hasta el más insignificante de los enanos se siente con estatura no sólo para pepear la plaza, sino para interpretar la doctrina o hasta reinterpretar el catecismo obradorista según le convenga.

La presidenta con A camina sobre una bamboleante cuerda floja: debajo de ella está un gabinete lleno de intereses personales tan disimulados como un cocodrilo en granja de gallinas. Al frente, un movimiento con urgente necesidad de brújula ideológica pero que se resiste a aceptarla como capitana. Y mientras tanto, los problemas del país —esos por los que supuestamente todos están ahí— esperan pacientemente su turno para mal morir, como buenos pacientes en el IMSS.

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