Dime qué te pones a matizar en medio del horror y te diré quién eres... o mejor aún, te diré a qué partido político perteneces y qué tan p...
Dime qué te pones a matizar en medio del horror y te diré quién eres... o mejor aún, te diré a qué partido político perteneces y qué tan profundo enterraste tu dignidad en el patio trasero de tu conciencia.
Lo hallado en el Rancho Izaguirre, en Teuchitlán, Jalisco, no es una anomalía histórica ni un accidente estadístico. Es simplemente el último capítulo visible de una novela negra que México lleva escribiendo con sangre durante décadas. Una obra maestra del terror nacional que, por fin y gracias a las madres buscadoras, logró colarse entre los titulares que normalmente reservamos para las ocurrencias presidenciales y los memes de la semana.
¡Qué sorpresa! Resulta que mientras nos peleábamos por si la reforma judicial era constitucional o no, el país seguía siendo un cementerio a cielo abierto. ¿Quién lo hubiera imaginado? Yo se lo digo: Todos, absolutamente todos, excepto quienes voluntariamente decidieron ponerse una venda color guinda en los ojos.
Durante años, los colectivos de madres buscadoras —esas mujeres que el gobierno convirtió en expertas forenses por necesidad y abandono— habían denunciado la existencia de crematorios improvisados, fosas clandestinas y centros de reclutamiento forzado operados por el crimen organizado bajo la complicidad de autoridades que preferían mirar hacia otro lado, preferiblemente hacia un logotipo de Pemex, hacia un aeropuero vacío o hacia un tren inútil.
Pero claro, el problema no eran los cuerpos calcinados ni las familias destrozadas. El verdadero problema nacional era definir con precisión académica si un lugar donde se queman cuerpos humanos puede llamarse "crematorio" sin tener una chimenea reglamentaria. Discusión lingüística fascinante que seguramente reconforta enormemente a quienes buscan a sus hijos desaparecidos.
La 4T desperdició miserablemente el tiempo convirtiendo a la derecha moribunda en su némesis perfecta. Le dio respiración mediática boca a boca cada mañana desde Palacio Nacional. La derecha se convirtió en su Joker particular, su villano favorito, y mientras en eso se entretenía, las madres buscadoras, los ambientalistas asesinados y los defensores de derechos humanos amenazados quedaban relegados al papel de extras prescindibles en la telenovela sexenal.
Pero a pesar del horror de Teuchitlán, la prioridad gubernamental no ha sido abrazar a las víctimas sino abrazar... los diccionarios. Debatir términos. Discutir semántica. Polemizar sintaxis. Disputar definiciones.
"No son crematorios, son sitios de incineración irregular".
"No son centros de exterminio, son lugares de disposición final no autorizada".
"No son desaparecidos, son personas no localizadas".
Esa es la necropolítica morenista: convertir la tragedia en un programa de "Cien chairos dijeron".
Mientras tanto, la oposición —ese conjunto de partidos que cuando gobernaron sembraron los primeros campos de exterminio que ahora fingen descubrir— se rasga las vestiduras digitales y exprime cada gota de sufrimiento ajeno para convertirla en tuits indignados y hashtags oportunistas. Un espectáculo de hipocresía tan monumental que podría inaugurarse como atracción turística.
Y en este circo macabro, Claudia Sheinbaum, la anti-científica convertida en anti-política, decide que su primer gran acto de gobierno frente al horror no sea ordenar una investigación exhaustiva, sino regañar a los periodistas por usar términos "inexactos". Jesús Ramírez, el vocero presidencial, parece más preocupado por el diccionario que por los desaparecidos. Y Gerardo Fernández Noroña, siempre dispuesto a incendiar el debate público (sin chimenea reglamentaria, por supuesto), prefiere atacar a los medios que cuestionan al gobierno que a los criminales que aterrorizan al país.
Lo verdaderamente aterrador no son solo los hornos crematorios —perdón, los "sitios de incineración no regulados"— sino la capacidad de nuestros gobernantes para perderse en debates lingüísticos mientras el país se desangra.
Mientras tanto, en la realidad que existe fuera de las conferencias mañaneras y de las cuentas de Twitter, las madres siguen excavando con las manos porque saben que nadie más lo hará por ellas. El horror no se detiene por los matices semánticos, ni por las discusiones bizantinas sobre qué término es más apropiado para describir la masacre.
Dime qué te pones a matizar en medio del horror y te diré no solo quién eres, sino también cuánto te importa realmente el sufrimiento ajeno. Porque en el México de hoy, parece que defender la terminología oficialista es más importante que defender la vida misma.
Y así, la 4T vuelve a asesinar a los desaparecidos con su crueldad y su indiferencia.
Entre eufemismos gubernamentales y oportunismo opositor, el país sigue siendo una fosa común con forma de república, donde la semántica importa más que la sangre y donde el diccionario pesa más que los muertos.
Lo hallado en el Rancho Izaguirre, en Teuchitlán, Jalisco, no es una anomalía histórica ni un accidente estadístico. Es simplemente el último capítulo visible de una novela negra que México lleva escribiendo con sangre durante décadas. Una obra maestra del terror nacional que, por fin y gracias a las madres buscadoras, logró colarse entre los titulares que normalmente reservamos para las ocurrencias presidenciales y los memes de la semana.
¡Qué sorpresa! Resulta que mientras nos peleábamos por si la reforma judicial era constitucional o no, el país seguía siendo un cementerio a cielo abierto. ¿Quién lo hubiera imaginado? Yo se lo digo: Todos, absolutamente todos, excepto quienes voluntariamente decidieron ponerse una venda color guinda en los ojos.
Durante años, los colectivos de madres buscadoras —esas mujeres que el gobierno convirtió en expertas forenses por necesidad y abandono— habían denunciado la existencia de crematorios improvisados, fosas clandestinas y centros de reclutamiento forzado operados por el crimen organizado bajo la complicidad de autoridades que preferían mirar hacia otro lado, preferiblemente hacia un logotipo de Pemex, hacia un aeropuero vacío o hacia un tren inútil.
Pero claro, el problema no eran los cuerpos calcinados ni las familias destrozadas. El verdadero problema nacional era definir con precisión académica si un lugar donde se queman cuerpos humanos puede llamarse "crematorio" sin tener una chimenea reglamentaria. Discusión lingüística fascinante que seguramente reconforta enormemente a quienes buscan a sus hijos desaparecidos.
La 4T desperdició miserablemente el tiempo convirtiendo a la derecha moribunda en su némesis perfecta. Le dio respiración mediática boca a boca cada mañana desde Palacio Nacional. La derecha se convirtió en su Joker particular, su villano favorito, y mientras en eso se entretenía, las madres buscadoras, los ambientalistas asesinados y los defensores de derechos humanos amenazados quedaban relegados al papel de extras prescindibles en la telenovela sexenal.
Pero a pesar del horror de Teuchitlán, la prioridad gubernamental no ha sido abrazar a las víctimas sino abrazar... los diccionarios. Debatir términos. Discutir semántica. Polemizar sintaxis. Disputar definiciones.
"No son crematorios, son sitios de incineración irregular".
"No son centros de exterminio, son lugares de disposición final no autorizada".
"No son desaparecidos, son personas no localizadas".
Esa es la necropolítica morenista: convertir la tragedia en un programa de "Cien chairos dijeron".
Mientras tanto, la oposición —ese conjunto de partidos que cuando gobernaron sembraron los primeros campos de exterminio que ahora fingen descubrir— se rasga las vestiduras digitales y exprime cada gota de sufrimiento ajeno para convertirla en tuits indignados y hashtags oportunistas. Un espectáculo de hipocresía tan monumental que podría inaugurarse como atracción turística.
Y en este circo macabro, Claudia Sheinbaum, la anti-científica convertida en anti-política, decide que su primer gran acto de gobierno frente al horror no sea ordenar una investigación exhaustiva, sino regañar a los periodistas por usar términos "inexactos". Jesús Ramírez, el vocero presidencial, parece más preocupado por el diccionario que por los desaparecidos. Y Gerardo Fernández Noroña, siempre dispuesto a incendiar el debate público (sin chimenea reglamentaria, por supuesto), prefiere atacar a los medios que cuestionan al gobierno que a los criminales que aterrorizan al país.
Lo verdaderamente aterrador no son solo los hornos crematorios —perdón, los "sitios de incineración no regulados"— sino la capacidad de nuestros gobernantes para perderse en debates lingüísticos mientras el país se desangra.
Mientras tanto, en la realidad que existe fuera de las conferencias mañaneras y de las cuentas de Twitter, las madres siguen excavando con las manos porque saben que nadie más lo hará por ellas. El horror no se detiene por los matices semánticos, ni por las discusiones bizantinas sobre qué término es más apropiado para describir la masacre.
Dime qué te pones a matizar en medio del horror y te diré no solo quién eres, sino también cuánto te importa realmente el sufrimiento ajeno. Porque en el México de hoy, parece que defender la terminología oficialista es más importante que defender la vida misma.
Y así, la 4T vuelve a asesinar a los desaparecidos con su crueldad y su indiferencia.
Entre eufemismos gubernamentales y oportunismo opositor, el país sigue siendo una fosa común con forma de república, donde la semántica importa más que la sangre y donde el diccionario pesa más que los muertos.