Cada diez segundos los humanos matamos 24,000 animales para comérnoslos. Eso suma 75 mil millones cada año, y esa matanza se hace con una ve...
Cada diez segundos los humanos matamos 24,000 animales para comérnoslos. Eso suma 75 mil millones cada año, y esa matanza se hace con una velocidad y eficiencia antes inimaginables.
Mientras que la población mundial se ha duplicado en los últimos 50 años, la cantidad de carne que producimos se cuadruplicado. Y por eso ahora hay cerca de mil millones de cerdos, mil millones de ovejas, 1500 millones de vacas y 23 mil millones de pollos en el planeta. Criar tantos animales es una maravilla de la tecnología moderna, pero está llegando a un punto crítico porque la tierra, el agua y las emisiones de gases de efecto invernadero que se usan en la producción de carne se vuelven insostenibles cada vez más rápido.
La forma en que comemos carne será recordada como una auténtica anomalía histórica que comenzó a mediados del siglo XX y que no podrá continuar durante mucho tiempo en el siglo XXI. Pero la demanda de carne no desaparecerá. Actualmente consumimos 335 millones de toneladas de carne, y se espera que llegue a 455 millones de toneladas para el año 2050, y si es así ¿cómo van a satisfacer las generaciones futuras su deseo de comer carne?
Es muy difícil para los que amamos la carne describir lo que hace que sepa tan bien. La sensación indescriptible que sentimos al comer carne es muy, muy antigua. Hace tres y medio millones de años el Australopithecus afarensis vagaba por las llanuras del este de África. Fueron los primeros humanos y tenían grandes dientes planos adaptados para una dieta de frutas, semillas y hojas. Pero algo pasó. Alguno de estos primerísimos parientes descubrió que la carne de los animales sabía deliciosa, y de repente, de ser herbívoros, nos convertimos en unos locos hambrientos y deseosos de carne.
Dicen que las comparaciones son odiosas, pero necesarias, y es que en el planeta hay tres grandes omnívoros: los humanos, las ratas y las cucarachas. Y esos tres grupos estamos por todos lados, y siempre nos las ingeniamos para encontrar algo para comer.
Y como la carne está llena de calorías, proteínas, grasas, minerales y vitaminas, incluida la vitamina B12, elementos difíciles de hallar en la naturaleza en productos no animales, pues claramente encontramos nuestra fuente primaria de energía. Además la carne también contiene mucho hierro, que es crucial para la salud de los glóbulos rojos.
En particular, el hierro de la carne es especial porque está unido a un compuesto llamado hemo, y la única fuente abundante de hierro hemo es la sangre y el músculo de origen animal.
Sin duda alguna, nuestro cuerpo cambió a partir del añadido de la carne en la dieta del Australopithecus afarensis debido al influjo de proteínas y nutrientes. Nuestros estómagos se hicieron más pequeños, los intestinos más cortos y nuestros cerebros mucho más grandes. Estos cambios influyeron decisivamente para que nuestros antepasados desarrollaran el intelecto suficiente para crear herramientas, un lenguaje complejo y estructuras sociales. Podemos decir, con estricto rigor científico, que comer carne es lo que nos hizo humanos.
Después de ese salto evolutivo, hace apenas 10,000 años, sucedió algo aún más importante: aprendimos a domesticar animales para comer. Criamos vacas a partir de bueyes salvajes, cerdos a partir de jabalíes y pollos a partir de aves galliformes.
La domesticación de plantas y animales cambió el mundo, pues la agricultura llevó a asentamientos humanos, nuestra población comenzó a crecer y, mediante la crianza selectiva, comenzamos a transformar a los animales de nuestras granjas para satisfacer nuestro deseo de más carne.
Otro salto cuantitativo sucedió hace apenas cien años, pues la ciencia moderna nos permitió transformar a nuestros animales como nunca antes.
Un ejemplo claro de esta transformación está en los pollos, en los años cincuentas eran apenas más grandes que una paloma. Hoy los pollos son unos monstruos deformados con sus enormes pechugas, y con hasta cinco veces más grandes debido a los antibióticos que estimulan el crecimiento, las vitaminas y la crianza selectiva. Crecen tanto que la razón por la que los pollos actuales deben ser sacrificados a las cinco semanas de edad es porque sus patas ya no soportan la masa de su cuerpo.
También estamos llegando al límite de cuántos animales de granja caben en la Tierra. Si todo el mundo comiera tanta carne como lo hacen los principales países carnívoros, entonces cada metro cuadrado de tierra habitable tendría que usarse para alimentar a la gente, y aun así no habría suficiente espacio.
Así es como surge la pregunta ¿de dónde o de quién salió la idea de apiñar a los animales para luego comérnoslos?
Pues de una granjera del estado de Delaware, en Estados Unidos, que se llamó Cecile Steele. Y es que en 1923, ordenó 50 pollos recién nacidos, pero resulta que el que levantó el pedido se equivocó y le puso un cero extra, así que la pobre mujer terminó recibiendo 500 pollos. En vez de devolverlos, la mujer no sólo deció quedarse con todos ellos, sino que además se puso el reto de criarlos todos a la vez.
En ese entonces la gente no comía pollos. Solo los usaban por sus huevos. Pero entonces la señora Steele no sólo logró criar a todos sus pollos, sino que además pudo obtener más y venderlos más baratos que quienes le había vendido los primeros. Así, en apenas un año se expandió de 1000 a 10,000 pollos.
Fue gracias a la voluntariosa señora Steele que no sólo la cría intensiva se disparó, sino que también nuestro gusto por el pollo y cualquier otro tipo de carne se incrementó exponencialmente, e inventamos nuevas formas de comerla. Así en los años 30 surgió Spam, la famosa carne enlatada, en los años 40 las hamburguesas se hicieron populares, pues la carne venía, y viene aún, de los restos de matadero que no se mandan en unidades para su venta, y en los años ochentas surgieron los nuggets de pollo.
Con esa industrialización, entonces comer animales ya no implicaba ver nada que se pareciera a la forma del animal original, y eso nos facilitó distanciarnos de la realidad de qué es lo que nos comemos cuando comemos animales. Hoy, casi todos los animales de granja crecen fuera de la vista en lotes concentrados, y la única razón por la que no se enferman por estar tan apiñados es porque reciben cantidades brutales de antibióticos, pero eso no siempre ha funcionado. Cada año, más de cien mil mexicanos sufren de salmonelosis, y la cantidad de enfermos por la misma causa en Estados Unidos supera los dos millones.
Los antibióticos no eliminan todos los virus. Y los que logran sobrevivir a los antibióticos saltan de animales de granja a humanos, recordemos la enfermedad de las vacas locas, la gripe porcina y la gripe aviar.
Los animales afectan mucho nuestras vidas y el medio ambiente, y ahora que estamos por tener diez mil millones de personas viviendo en un solo planeta debemos darnos cuenta que alimentar a todo ese montón de gente requerirá que produzcamos más comida en los próximos 30 años que toda la que se ha producido en la totalidad de la historia humana.
¿Y por qué va a pasar eso si el consumo de carne en los países ricos es estable? Pues porque los países en desarrollo están disparando de forma alarmante su consumo porque la gente quiere comer como los estadounidenses. La balanza está más desequilibrada que nunca porque mientras un raquítico 20% del mundo que consume mucha carne se preocupa cada vez más por el efecto de su consumo, al restante 80% del planeta le preocupa solo tener suficiente buena nutrición, y su demanda aumenta exponencialmente. A medida que los países se enriquecen, China e India son los ejemplos más obvios, las clases medias tienden a comer como los estadounidenses: comidas con carne y mucha proteína.
Irónicamente, resulta que la carne es una de las formas menos eficientes de alimentar a la gente, pues cada 100 gramos de proteína vegetal que se le da a una vaca terminan equivaliendo a cuatro gramos de proteína en la carne resultante. Y ese índice es mucho menor cuando se trata de calorías.
Hoy resulta que hay grandes franjas de tierras en el Medio Oeste, en Brasil, en China, dedicadas a alimentar animales, en vez de dedicarse a lo verdaderamente importante: alimentarnos a nosotros.
Aquí es donde la cosa se pone complicada, porque el problema es que nos gusta la carne, y las plantas no saben a carne. Pero ya hay gente y empresas que están trabajando para cambiar eso.
Por supuesto que ya existen alternativas vegetales para recrear carne directamente del mundo vegetal, pero las primeras versiones prácticamente fracasaron porque se limitaron a usar soya y gluten para tratar de imitar la textura de la carne. Hoy existen la Impossible Burger y la Beyond Burger, hamburguesas vegetales que intentan competir con la carne. El asunto clave es vencer la barrera psicológica que ponen por delante los amantes de la carne, que siempre esperan que cualquier sustituto vegetal sepa a cualquier cosa, menos a carne. El reto, de tan simple, es descomunal: hacer algo que sepa, huela y se sienta como la carne.
Pero, por supuesto, el santo grial científico es lograr descubrir qué es lo que hace que la carne sea deliciosa.
Para empezar, ese problema tiene un enorme problema: no existe una molécula de aroma o sabor a carne.
Muchas veces los científicos intentaron descubrir el conjunto de moléculas que dan olor y sabor a la carne, y lo hicieron calentando trozos de carne y recogiendo muestras de aire sobre ellos mientras se cocían, al tiempo que en el otro extremo colocaron un embudo con muchos voluntarios tratando de darle nombre a los posibles ingredientes naturales que percibía y... el resultado prácticamente sirvió de nada, porque hubo percepciones tan extrañas como olor a jarabe de arce, goma quemada, cerillo recién encendido, pañal sucio, menta, lilas, sudor, azufre... en fin, cosas rarísimas...
Pero no todo se perdió. Los científicos sí descubrieron algo importante: el sabor distintivo de la carne proviene precisamente del hierro hemo, y avanzaron lo suficiente como para que en 2015 la empresa Impossible Foods patentara un modo de sintetizar el hierro hemo en un laboratorio, y cuyo resultado es una nueva generación de alternativas vegetales que saben, se sienten y hasta sangran como la carne.
El problema es que, aunque sus ingredientes parecen sanos y tienen cero colesterol, tienen las mismas calorías que una hamburguesa de res sin condimento, niveles similares de grasa saturada y más de cinco veces más sodio. En resumen, para nada es un alimento saludable... pero al final son hamburguesas, y significan dinero... muchísimo dinero... y es por ello que los grandes inversores apuestan por ellas, desde Bill Gates y Richard Branson hasta Jay-Z y Katy Perry, que hasta se disfrazó de Impossible Burger para la fiesta tras la gala del Met.
En mayo de 2019, Beyond Meat celebró ser la primer empresa de alternativa de carne que cotizó en la bolsa. Y al final de ese día, el precio de las acciones había subido un 163 %, algo que no había pasado desde el auge de las punto com.
Todo parece muy bonito y prometedor, porque el movimiento de la carne vegetal tiene la virtud de que no pide que cedamos en nada, puede darnos la misma experiencia y nos da la oportunidad de cumplir toda clase de objetivos morales que se nos puedan ocurrir. Es un muy buen trato... si es que podemos hacerlo.
Y es que sucede que cambiar de comportamiento es muy difícil. Mucha gente no dejará la carne tan fácilmente. Hemos estado tan acostumbrados por tanto tiempo a comer alimentos de origen animal que, para mucha gente, no perderemos ese antojo solo por despertar y reconocer que estos alimentos son problemáticos para el medio ambiente.
Por lo pronto, otras empresas están probando un enfoque radicalmente diferente: hacer carne animal sin que siquiera exista el animal. Es decir, criar en laboratorios células animales para que formen carne cultivada.
Esto, que parece ciencia ficción, es realmente difícil y tiene cuatro componentes principales: un cultivo celular, que es una pequeña muestra de tejido tomada del cuerpo de un animal vivo; luego la estructura, que es la superficie a la que se pegan las células musculares que se multiplican; un medio de crecimiento, que es una especie de sopa que aporta las proteínas, las vitaminas, los azúcares y las hormonas que alimentan a las células mientras crecen y se dividen; y finalmente, un biorreactor, el ambiente de temperatura controlada que recibe nutrientes frescos y produce desechos.
Todo eso puede verse como una especie de cuerpo artificial en el que la carne crece. Si todo funciona bien, bastan nueve semanas para que esos cuatro componentes pasen de un pequeño grupo de células a un trozo comestible de carne.
Para poner las cosas aún más interesantes, los primeros estudios sugieren que este proceso usaría apenas la mitad de la energía que requiere la actual producción de carne, una fracción mínima de la tierra y el agua que hoy se consumen, y las emisiones de gases de efecto invernadero serían muy reducidas.
Aquí viene la pregunta clave: ¿sabe bien la carne cultivada?
En 2013 el mundo fue testigo de la primer prueba de sabor de carne cultivada en laboratorio, que fue transmitida por BBC de Londres, y los resultados fueron ambiguos, pues los voluntarios dijeron que sabía un poco a carne y que no era tan jugosa como lo es la carne que proviene de un animal.
En ese momento, se supo también que había una enorme diferencia, pues resulta que en esas fechas hacer esa hamburguesa de carne cultivada costó 330 mil dólares.
Pero sólo bastaron seis años para que la empresa Mosameat, del científico holandés que creó el procedimiento, Mark Post, redujera los costos de producción en un 99,997 %, por lo que hoy, en teoría, solo cuesta 10 dólares por hamburguesa. Obviamente hoy ya son decenas de empresas de carne celular las que compiten para ser las primeras en salir al mercado, desde los Países Bajos a Israel y Singapur, pero ninguna ha perfeccionado la receta... todavía.
El primer problema para las empresas es buscar el medio de crecimiento. Y por ahora, el líquido que se usa es suero fetal bovino... un eufemismo científico para describir la sangre tomada del corazón de una vaca nonata, por supuesto matándola antes de nacer.
Evidentemente, la carrera de las empresas de carne celular está basada en crear un sustituto de ese suero fetal bovino mediante elementos de origen vegetal, pero eso sí, es muy difícil de predecir siquiera que los científicos logren dar con semejante receta.
Otro problema es la estructura de la carne. La hamburguesa y el nugget de pollo están hechos de carne molida, y allí no hay tanto problema. Lo verdaderamente complicado es la carne estructurada, como lo es el bistec, los filetes de pescado o las pechugas de pollo.
Semejante proeza requiere llevar nutrientes a las células en el centro de la carne, tal como lo hacen los vasos sanguíneos en el cuerpo del animal. Por ahora los investigadores experimentan con diferentes técnicas para hacer eso, cómo usar la estructura de las venas de una hoja de espinaca, pero los expertos creen que faltan diez años más para crear algo que se parezca a un pedazo de bistec fresco y jugoso.
Y aunque se logre, hay otro factor que es vital: perderle el asco a semejante creación. En una encuesta de 2016, el 34% de los estadounidenses, una de las culturas que más aman la carne, dijeron que no comerían carne de laboratorio.
A mucha gente le da asco la idea de la "carne de base celular", la "carne de laboratorio" o la "carne in-vitro", pero a mucha gente también le dan asco las diferentes carnes, aunque sean de origen animal.
Aunque también cabe preguntarse en dónde basamos el asco que sentimos, porque definitivamente el asco es cultural, no es innato. Cada cultura ha seleccionado cosas de origen animal para comer. Hay muchas diferencias culturales en lo que es asqueroso, y por supuesto eso es incluso tema para otro podcast.
Los mercadólogos saben perfectamente eso, y es por ello que los nombres que se le ponen a las carnes sirven precisamente para vencer la resistencia y el asco para facilitar el consumo. El lenguaje nos puede acercar o desconectar de una realidad.
Por ejemplo, le damos la vuelta a la carne de vaca llamándola "carne de res". La carne de marrano tiene su versión más 'suave' cuando le decimos "carne de cerdo".
Cuando decimos carne, nos imaginamos a un fuerte granjero cuidando con esmero a sus vaquitas y a sus marranitos, dándoles de comer directo en la boca y luego matándolos cuidadosamente para llevarlos al rastro con delicadeza para después llegar a nuestras mesas en forma de bistec o chuletas... pero la realidad actual está lejísimos de esa imagen fantasiosa, porque prácticamente todo lo que hoy comemos comienza en un laboratorio. El Yogurt, el cereal, las bebidas, el puré de manzana, los aderezos y los saborizantes, las papas fritas, los pastelillos... Y los animales que hoy nos comemos han sido diseñados durante milenios por medio de crianza selectiva, inseminación artificial, hormonas de crecimiento, almacenes climatizados las 24 horas, alimento fortificado y montones de drogas.
Sólo en Estados Unidos más del 70% de los antibióticos que se venden cada año se destinan a animales de granja. La gente cree que el maíz o la carne son naturales. Claro que no son naturales. Son productos altamente domesticados e implican una enorme cantidad de procesamiento humano.
Es precisamente la tecnología la que nos permite comer animales como lo hacemos hoy, y la nueva tecnología podría ser lo único que nos ayude a satisfacer nuestro antojo de carne en el futuro. Hoy estamos aquí porque los productos de origen animal son asombrosos, el problema es que ya son tantos que están cambiando la superficie de nuestra Tierra, están creando virus epidémicos y ponen en riesgo la utilidad de los antibióticos.
Por supuesto que nos va a costar trabajo abrazar la idea de una carne artificial, porque ese tipo de comida choca con nuestra identidad y nuestra cultura... Pero el ritmo que llevamos es insostenible, y sólo basta que una empresa logre dar con un producto sabroso y con una consistencia satisfactoria para que el juego de la carne tradicional, como en de el resto de lo que hoy nos comemos, sea también parte de laboratorios y fábricas en vez de granjas y campos verdes.
Lo vamos a ver nosotros antes de dejar este mundo, nuestros hijos lo van a tener que entender, y nuestros nietos se llenarán el estómago con ello. Es sólo cuestión de tiempo.